Juan Álvarez-Durán y el arte de romper códigos

Tráiler: Nosotros, los bárbaros
Un viaje a la búsqueda de una escritura original, una puesta en escena de la cultura aymara, una película que hurga en los pliegues de la representación cuando se rotula documental, una obra de arte en la modernidad del cine. Crónica del proceso ver http://www.saber.ula.ve/bitstream/handle/123456789/45903/miscelaneas.pdf?sequence=1&isAllowed=y

El cineasta Juan Álvarez-Durán invita a pensar la barbarie como potencia, la civilización como imposición y lo invisible como aquello que se ha naturalizado como real. Su cine busca “jugar con el límite del lenguaje codificado: generar una pausa, una ruptura” y abrir así otras posibilidades de mirar, narrar y aprender más allá de lo institucional.

Palabras hilvanadas con Juan Álvarez-Duran

Una de sus películas se llama Nosotros, los bárbaros. ¿En qué sentido se identifica con el término “bárbaros”?

    En el sentido sarcástico: la civilidad que nos fue impuesta venía de un pueblo colonizado que entiende que la barbarie es una etapa y que chocó con un pueblo nativo con rasgos colonizadores, que tiene que ser superada para entroncar finalmente el ansiado desarrollo. Es, como dice Cornejo Polar, nuestra base romántica la que nos juega de manera contraproducente. Es también una manera de vincularme a una vanguardia casi olvidada, Gesta Bárbara: lo bárbaro como potencia.

En el ensayo “Nosotros, los bárbaros. (Reverso de una película con aymaras)” usted menciona que “hacer evidente la construcción y manipulación de todo era muy importante, ese artificio que pasaba por natural”. ¿Cómo se invisibilizan esos artificios y por qué le interesa hacerlos visibles?

    Siento que estamos queriendo tener un panóptico privado: ver y no ser visto, o establecer cómo quiero que me vean. Ese poder aparente, diría Foucault, necesita ser trabajado desde adentro del aparato: mostrar la cámara oscura, donde se forman las imágenes y se codifican. Pero el aparato está configurado de una manera que el trabajo del arte es ampliar, contradecir, duplicar, suspender ese funcionamiento. Para mí, hacerlo evidente es una posibilidad de entrada: estar conscientes de que estamos codificando con el espectador.

    Pero sigo buscando. Anagrama infinito es un juego con lo ya filmado y darle una forma que, evidenciando la técnica, nos devuelva la idea de qué trabaja en nosotros sobre el racismo. Cuando coinciden las clases en la fiesta… la fiesta es muy importante para entender la sociedad boliviana, el momento visible por excelencia.

Anagrama infinito es un juego con lo ya filmado… y darle una forma que, evidenciando la técnica, nos devuelva la idea de qué trabaja en nosotros sobre el racismo”

Su cortometraje El libre uso de lo propio dice: “Lo invisible no es lo que no se ve, sino lo que no se procesa”. ¿Qué invisibilidades quería poner en evidencia en sus películas?

    Fue un proceso de conocimiento personal. Mi experiencia en Colquiri necesitó 15 años para ser procesada y para entender lo que quería: entender mi tiempo y mis posibilidades. De ahí surgió ese ir en contra del indigenismo.

    Justamente salir de la ciudad me hizo consciente de lo invisible, o mejor dicho, de lo que hemos naturalizado como lo real. La historia sigue siendo un ancla interesante para hacer evidente lo invisible. La diglosia estatal es el reto más grande.

En relación con la diglosia, usted también mencionó que “esa diglosia colonial, la política del lenguaje… ha sido establecida, muchas veces con violencia”. ¿Podemos pensar la escritura como un aparato que condiciona lo que se puede hacer, especialmente frente a la oralidad?

    Lienhard dice algo muy fuerte: cuando un idioma oral se escribe, se petrifica. Y llevamos siglos de ese tipo de relacionamiento. Llegando al cine, podemos entender que es un hijo directo del fetiche occidental de la escritura. ¿Qué hacer entonces? Entender sus propias manifestaciones, salirse de la diglosia, ver cómo sus imágenes se han materializado.

    Ahora estoy explorando en el tejido de los aymaras: tejer con una cámara. El awayo, por el grosor, el color y el orden de los colores, nos dice de qué comunidad es, si tiene ovejas o llamas, hermanos o primos, si hace chuño, si está más cerca del río o del cerro. No cuenta en el sentido occidental: lo expresa visualmente, no es una abstracción.

    Intento buscar ahí una hermenéutica de la vida: cuando ya se habla en aymara pero no se piensa en aymara. Yo soy un dialogante con ese mundo y los puristas me verán y dirán que soy más extranjero que otra cosa. Volver al tejido siendo un salvaje.

Volviendo a lo que mencionó sobre “hacer evidente lo invisible”, en una época dominada por imágenes más que por textos lineales, ¿qué habilidades de interpretación necesitamos para procesar lo que vemos?

    La primera es ser conscientes de nuestros riesgos de asumir las pantallas como lo real. El recorte y el montaje son elementos que necesitamos entender desde el individuo, discutirlos en comunidad, multiplicar interpretaciones diferentes, asociar a nuestros entornos para resignificar y apropiarnos lo que sirva.

Siguiendo a Vilém Flusser, ¿cómo trabaja en su cine esa tensión con la codificación de los aparatos?

    La cámara, ese aparato que permite la creación de las imágenes, nos permite al mismo tiempo mirarnos. Queremos que la codificación sea total, entonces todo puede estar condicionado por los aparatos. Para mí, la obra debe trabajar la posibilidad de jugar con el límite del lenguaje codificado: generar una pausa, una ruptura. Paradójicamente, eso enseña al aparato a codificar mejor; cada vez es más complejo y difícil.

    Entiendo que toda película es un proceso, que en algún momento encuentra una forma, que trata de equipararse a lo que está registrando, pero que también quiere potenciar su expresividad (montaje). Para mí, mostrar el proceso es importante para que no perdamos nunca de vista que ese recorte es algo de lo posible hecho, nunca su clausura; que la sutura no es solo del sentido, sino de su posibilidad expresiva pendiente.

Imagen de El libre uso de lo propio: “Construir un mueble, construir un cuerpo, construir una película: tres formas de la misma pregunta”

Con respecto a la codificación no solo de la película sino del cuerpo, su cortometraje El libre uso de lo propio afirma que “el cuerpo y el país son líneas de código en conflicto”. También pregunta: “¿Qué puede un cuerpo?”. ¿Qué puede (o no puede) un cuerpo en la Bolivia contemporánea?

    Partiendo del concepto de Spinoza, creo que tratar de codificar un cuerpo en tránsito, explicitado y con un horizonte amplio —porque no se sabe el límite de su cambio— es un momento de choque. Justamente porque el miedo, en una sociedad profundamente costumbrista como la boliviana, no puede codificar eso. Entonces es invisible, no puede existir.

    El aparato está anclado por impotencia y ahí el problema es político: reprogramar para asimilar o para cambiar. ¿El arte qué hace?

Esa inquietud se refleja en lo que en un momento se pregunta ese corto: “¿La resistencia se convierte en mercancía? ¿El documental es parte del programa de codificación?”. ¿Cómo evitar que la representación de la resistencia termine absorbida por la lógica del mercado o de la espectacularización?

    A veces pensamos que resistir es aislarse. Tal vez en este momento sea infiltrarse, parecer lo mismo y, en un trabajo de hormigas, operar con pequeñas rupturas, suspensiones, ambigüedades, duplicidades, asociaciones extrañas.

    Me gusta pensar siempre en el unheimlich, lo extraño familiar: ser y no ser al mismo tiempo. Esa es nuestra naturaleza colonial, asumida conscientemente.

Algo similar ocurre en la educación: allí también se juega la tensión entre resistir y ser parte del programa de codificación. Usted escribió: “Entendí muy bien que todo ese supuesto conocimiento de las aulas era inútil… Continué en mi autoeducación”. ¿Qué formas de autoeducación han marcado su camino?

    Intento ser un lector salvaje, un bárbaro, para todo: no regirme a una sola forma, tratar de agotar todo el conocimiento posible sin hacer mucho énfasis en el orden institucional que lo particiona y ordena. Prefiero ver formas antes que historias.

    Para mí, la coherencia entre la forma y el contenido es muy importante: no puede ser lo mismo hablar de violencia que de amor. En ese sentido, ahí dejo la escuela. Sin embargo, me encanta enseñar. Son las ambivalencias de nuestra era…

En este diálogo hemos hablado de barbarie, de invisibilidades, de aparatos y de educación. Para no clausurar, sino mantener abierta la potencia de lo conversado, ¿qué pregunta nos plantearía para seguir pensando y discutiendo en comunidad?

    Preguntas hay muchas. Hace mucho que pienso en que el trabajo decolonial necesita madurez, aunque vamos más de 50 años tratando de consolidarlo. Estoy metido en la historia; mis preguntas van por esa vía: nuestras posibilidades cuando se hibridaron las manifestaciones. ¿Qué de lo que podemos hacer responde a lo actual sin dejar de ser proceso?

Humanidades: Juan Álvarez-Durán desmonta el mito del progreso y el universalismo europeo al mostrar cómo la civilización se erigió en oposición a lo bárbaro, convirtiendo la barbarie en déficit para justificar violencia. Esa operación, propia del eurocentrismo, revela la colonialidad del ser y del saber que jerarquiza cuerpos y conocimientos y subordina la alteridad. Frente a ello, revierte la visión colonial que equiparaba barbarie con atraso y reivindica lo bárbaro como potencia crítica: un gesto de coraje de sí que afirma la diferencia y abre la posibilidad de pensarse desde fuera de lo hegemónico.

Pregunta: ¿Qué entendemos por barbarie y quién decide quiénes son los “bárbaros”?

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